En este tomo de cuentos Cortázar reúne algunos de sus mejores cuentos. Él dice sobre ellos: «Estaba completamente seguro de que desde, digamos, 1947 todas las cosas que iba guardando eran buenas, algunas incluso muy buenas. Me refiero, por ejemplo, a ciertas historias de Bestiario. Sabía que antes de mí nadie había escrito cuentos como aquellos en español, al menos en mi país. Existían otras cosas, como los admirables relatos de Borges, por ejemplo; pero lo que yo hacía era diferente.»

Su «secreto» será: «En mi caso, el cuento es un relato en el que lo que interesa es una cierta tensión una cierta capacidad de atrapar al lector y llevarlo de una manera que podemos calificar casi de fatal hacia una desembocadura, hacia un final. Aunque parezca broma, un cuento es como andar en bicicleta, mientras se mantiene la velocidad el equilibrio es muy fácil, pero si se empieza a perder velocidad ahí te caes y un cuento que pierde velocidad al final, pues es un golpe para el autor y para el lector.» Y sobre la estructura de sus cuentos: «Para mí el cuento es un texto, continuo y cerrado sobre sí mismo, que exige un alto grado de perfección para que sea eficaz. No quiero decir perfección artificial hecha desde afuera, sino perfección interna. Ahora esa perfección interna del cuento, el escritor tiene que ayudarla y completarla con una versión idiomática perfecta; es decir, el lenguaje tiene que ser implacablemente justo. No puede haber adjetivos de sobra en un cuento. No puede haber indecisiones a menos que eso forme parte de la intención del cuento. Es decir, el cuento tiene que ser un poco como el soneto en la poesía. Tiene una especie de definición formal, muy justa, muy precisa, en mi opinión. La novela es todo lo contrario.»

Carta a una señorita en París

El objeto de esta ponencia será un cuento de Bestiario, en el cual el protagonista –cuyo nombre o sexo nunca llegamos a saber– después de mudarse a un apartamento en Buenos Aires empieza a escribir una carta a Andrée, la dueña del piso, entonces permanecida en París. La carta se convierte en una carta de despedida, casi en un testamento.

El narrador vomita cada tanto un conejito. Aunque el hecho sea inusual, es relativamente predecible, lo que permite al personaje incorporarlo al ámbito cotidiano. Sólo cuando aumenta la frecuencia y ya no es posible controlar el nacimiento-vómito, pensará cometer suicidio.